lunes

Odres Viejos o Iglesia Nueva

En tiempos bíblicos, hablar de odres era hablar de uno de los recipientes básicos usados para contener aceite, queso o vino. Se elaboraban a partir de piel animal, normalmente de cabra u oveja, aunque se utilizaban a veces animales mayores para recipientes de más capacidad.

Estos pellejos, normalmente eran pieles enteras, cuyas extremidades se cosían con cuidado, dejando una de ellas abierta, sobre la que se colocaba el tapón o cierre. Luego se curtían con un delicado proceso, para asegurar el punto exacto de flexibilidad e impermeabilidad...

Partiendo de aquí, podemos leer lo que dice el Evangelio de Mateo, capítulo 9 y versos 16 y 17:

“Nadie remienda un vestido viejo con un retazo de tela nueva, porque el remiendo fruncirá el vestido y la rotura se hará peor. Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos. De hacerlo así, se reventarán los odres, se derramará el vino y los odres se arruinarán. Más bien, el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así ambos se conservan.”


Seguramente has leído esto antes, y casi seguro que te habrán predicado de esta parábola en más de una ocasión. Suele ser un buen punto de partida para hablar de la necesidad que tenemos los cristianos de ser "personas nuevas", debido a que si no cambiamos no podemos contener "el vino" que suele relacionarse con el Espíritu Santo. Sabemos que esta enseñanza es bíblicamente demostrable a través de otros textos de la Escritura, y habla de una realidad.

A veces todo esto se relaciona con el nuevo nacimiento, otras con la nueva vida en el Espíritu, o con la necesidad del cristiano de ser renovado. Todas esas aplicaciones las he escuchado y leído en multitud de ocasiones, y no niego las verdades que tratan todas ellas, pero a veces, obviamos lo evidente, colamos el mosquito y nos tragamos cualquier otra cosa.

Digo esto porque Jesús, aparte de todas la "interpretaciones espirituales" que queramos darle a esta parábola, la compartió en un momento determinado, con una personas definidas, y debiera ser esta la base para interpretar el principal sentido que dicha parábola tiene, no por contradecir los otros, sino por extraer el principio fundamental con el que Jesús nos quiso instruir usando esta historia: No nos perdamos ninguna bendición o revelación de la Palabra por conformarnos con aproximaciones que bien pueden demostrarse con otros textos mucho más claros que este.

Si piensas por ejemplo, que hemos de esforzarnos en cambiar, que hemos de ser un odre nuevo para poder así recibir así ese vino (que dicen que es el Espíritu Santo), entonces estás contradiciendo la propia Biblia, pues ¿Acaso tienes poder en ti mismo para nacer de nuevo? ¿Piensas que con tus fuerzas puedes producir tal cambio en tu vida por ti solo? Si fuera así ¡No necesitarías el Espíritu Santo!

Entonces, cualquier otra interpretación similar a esta, que te lleve a creer que tu "tremendo esfuerzo personal" por cambiar y ser mejor, es el camino para estar así preparado para recibir más del Espíritu, entonces estarías negando cosas básicas como que ese poder explosivo para poder cambiar no sale ni de tu valía, ni de tu carne, ni de tu esfuerzo, sino de la fe que cree y espera la presencia de la persona divina en ti para recibir ese poder que te puede cambiar para bien y hacerte efectivo y aprobado. Confirmando esto, hay textos muy conocidos como los de Hechos 1:8; 2ª Timoteo 1:7; Tito 3:5; Romanos 12:2.

Si, pues, la mayoría de las predicaciones montadas a partir de esta parábola no tienen un claro fundamento para decir lo que dicen sin contrariar las Escrituras, entonces ¿Qué pretendía decir Jesús? ¿A qué se refería con esos odres y ese vino? ¿Que era ese traje viejo con remiendos nuevos? Será bueno leer el contexto para aclararnos, en Lucas 5:27-39, por ejemplo.

Es curioso que esta parábola no la dirigió Jesús ni a sus discípulos, ni a una multitud "pecadora" y necesitada de un gran cambio espiritual. Se dirigió a un grupo de fariseos y de discípulos de Juan el bautista, gente acostumbrada a una disciplina de cumplimientos y privaciones para alcanzar la justicia por medio del sometimiento a las leyes y normas establecidas… Los fariseos, sobre todo, no solo eran exigentes y radicales con el cumplimiento de la ley, sino que la habían “ampliado” con ritos y ceremonias que se transformaron en cargas para el pueblo que se declaraba incapaz de cumplir con todo ello.

Hemos de notar también que no era puesto como ejemplo un cántaro de barro, ni otro recipiente similar. Jesús usó el ejemplo del odre porque es un recipiente especial, dado que si echas vino en una vasija de barro, la forma de este líquido se adapta al recipiente, y si lo echas en un odre viejo, pasa lo mismo ¿Por qué? Porque la única diferencia entre un odre viejo y uno nuevo, es la flexibilidad que tiene el segundo, pues el primero se ha endurecido con el paso del tiempo. Pero si llenas un odre nuevo con vino, el odre se adapta poco a poco a la forma del vino, y no al revés, lo que permite que la fermentación del mismo tenga un lugar suficiente y bien preparado, gracias a esa flexibilidad, a que es maleable.

¡Y eso se lo estaba diciendo Jesús, entre otros, a uno fariseos caracterizados por su inflexibilidad e intransigencia!

Entonces, la clave está en saber quién se adapta a quien, el contenido al molde o el envase al líquido, lo de dentro o lo de fuera. ¿Quién vence? ¿La estructura intransigente o el Espíritu de vida y libertad?

La pregunta para hoy es obvia ¿Son nuestras congregaciones cristianas odres viejos u odres nuevos? ¿Estamos dispuestos a empezar todo de cero o nos conformaremos con poner “parches” a lo que ya tenemos?

En este punto, llegamos al otro ejemplo que citó Jesús, que hablaba de estos parches, de un remiendo nuevo en un traje viejo. ¿A quién se le ocurriría romper un vestido sin estrenar, para quitarle un trozo y tapar con él una rotura de un traje desgatado y descolorido? No es tan grave el hecho de que el traje viejo se rompa porque la tela del remiendo tire de él, sino el destrozo realizado con ese traje nuevo, que ya no valdrá para nada por haberlo usado para sacar tiras de él… Si el Espíritu Santo es el traje nuevo ¿Crees que se dejará romper por una “iglesia” vieja y amoldada a costumbres y rituales? ¿Piensas que por poner canciones más movidas y actuales, o por cambiar el orden de la liturgia, o por reunirnos en pequeños grupos sin cambiar la forma de hacerlo ni las motivaciones, estarán estas congregaciones preparadas para recibir lo nuevo de Dios? ¿No estaremos intentando poner remiendos en un traje viejo nosotros mismos y le estaremos llamando “renovación espiritual”? Ese avivamiento que Dios quiere darnos es mucho más profundo, y los cambios vienen desde nuestro interior, y no son meras apariencias organizativas, ni cambios en “el culto”.

Y es que el Espíritu Santo, verdaderamente tiene cosas grandes y ocultas que no conocemos, maravillas que no nos imaginamos, pero si las vertiera sobre nuestras rancias estructuras denominacionales, las reventaría como el vino nuevo rompe el odre viejo, o como el remiendo nuevo desgarra ese viejo y gastado vestido. A veces nos preguntamos por qué no vemos más de lo nuevo de Dios, y tenemos la respuesta ante nuestras narices: Porque aún no somos odres nuevos; porque no estamos dispuestos a dejar que nuestras estructuras se dobleguen a la voluntad de Dios; porque preferimos poner por encima los “credos particulares” y no la santa y pura voluntad de Dios; porque seguimos preocupándonos por diferencias doctrinales y no dejamos que prevalezca el amor, la justicia y la fe; porque muchos siguen movidos por ansias de poder, fama o reconocimiento, y no le dan lugar al Único digno de toda gloria; porque sigue siendo más importante un “buen culto” que una vida entregada las 24 horas al señorío de Jesús; porque seguimos predicando el Evangelio falso de “pide y pide, y pide más, y más, y más” y hemos olvidado el Evangelio de Jesús que dice: “Arrepentíos, que el reino de Dios se ha acercado” (Marcos 1:15) y “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Mateo 16:24).

¿Aun no entiendes por qué Jesús dijo esto a los fariseos y a los discípulos de Juan? ¿Aún no ves que sus formas particulares de ver las cosas no les permitían entender lo que Cristo les estaba explicando? Pues si es así, es momento de que pares, reflexiones, y pidas a Dios revelación para entender verdades básicas como esta, porque de lo contrario, bien podría ser que tú mismo fueses también uno de esos fariseos que solo veían ritos, cumplimientos, normas, leyes y religión… Y mientras tanto, los amigos del novio están celebrando un festín con la presencia del Santo Espíritu rebosando sus corazones del vino nuevo, de la libertad, y del gozo de la salvación que te lleva a volar por encima de todas las dificultades de esta vida. Medita en tus caminos y no pongas más parches.

Para terminar, he de reconocer que no es fácil dejar de lado tanta tradición como llevamos aprendida. El mismo Jesús lo expresó a la perfección cuando dijo: “Y nadie que haya bebido vino añejo quiere el nuevo, porque dice: Él añejo es mejor” (Lucas 5:39), es decir, nos resulta más agradable quedarnos como estamos: Degustando el vino añejo que ya conocemos y que puede ser muy rico. Claro, cambiarlo por un vino nuevo, joven y vibrante, no te da la expectativa de que vaya a ser mejor, y se suele preferir seguir bebiendo ese vino bien criado por años en “bodegas” de reconocida fama. Pero no olvides que el vino nuevo de Jesús, es de otra cosecha, no humana, ni madurada por fariseos, ni por intransigentes, ni por rancias denominaciones y grupos cristianos, sino que es el mejor vino que puede haber, el del Espíritu, aquel que como anticipo profético, diera Jesús a beber en las famosas bodas de Caná de Galilea (Juan 2:1-10). ¿Estás dispuesto a empezar de nuevo o seguirás toda tu vida igual, sin conocer las delicias a la diestra de Dios?

Recuerda que el vino del Espíritu no te ata a la sobriedad, ni te empuja al desenfreno “idiotizado”, (Efesios 5:18) sino que te “embriaga”, te envuelve, con un gozo y una alegría que no puedes explicar a menos que la experimentes. Tú decides: Confórmate a lo que tienes, o lánzate a remontar las alturas donde volarás por encima de los rudimentos humanos, donde descubrirás que la verdadera libertad no es la que te dice si puedes o no levantar las manos, ni si es lícito hablar en lenguas extrañas, ni la que te impone a qué reuniones debes asistir, sino la de ser libre para conocer por ti mismo al dador de la vida y dejar que Él te guíe a buenos pastos.

jueves

El Sermón Dominical

Hoy día, el sermón es una parte imprescindible de la liturgia cristiana (católica, evangélica, y todas sus variantes denominacionales posibles). Nadie, o muy pocos, pueden concebir el servicio religioso (o misa, o culto) sin la presencia de la susodicha predicación.

El sermón, por lo tanto, tiene una profunda raigambre cristiana, y cualquiera pensaría mal del que osara atentar contra esta “institución”. A pesar de ello, a riesgo de que pienses que soy un hereje, no puedo dejar de reconocer cual es el origen de esta tradición centenaria. No es un ataque contra ella, pero sí un esclarecimiento de cual fue su origen, y de cómo debiera ser realmente en la actualidad.

De todos es conocido el famoso filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.), que enseñó sobre multitud de temas, disertó largamente sobre las profundidades existenciales del hombre, y fue ampliamente reconocido en su época como uno de los mayores pensadores que existieron, abarcando materias tales como la metafísica, la biología, la astronomía, la política... Hoy día sigue siendo considerado como uno de los grandes de la humanidad.

Debido a su sapiencia y habilidades comunicadores, un tema de los que trató fue la comunicación hablada, por lo que escribió “El Arte de la Retórica”, (de la palabra griega RHETORIKE), que no es otra cosa que tratar con profundidad el fenómeno de la comunicación cotidiana, pero sabiendo hacer uso de las distintas figuras lingüistas, y siendo espléndido en los recursos descriptivos para conseguir su objetivo comunicador: En definitiva, un compendio de cómo dar un buen discurso, al punto de que los griegos, siempre ávidos de saber, encontraron en Aristóteles la realidad confirmada de que las alocuciones podían llegar a convertirse en un verdadero “Arte”.

Los grandes oradores griegos, con él a la cabeza, llegaron a convertirse en los verdaderos famosos de la época, un atractivo envidiable y de gran impacto. Lo curioso es ver que una de sus enseñanzas acerca de los discursos bien montados, se resumía en un básico esquema:

  1. Una clara Introducción. (INVENTIO: Qué decir)

  2. Algunos Puntos Importantes a destacar. (DISPOSITIO: Ubicar las pruebas que convenzan a la audiencia de lo que se quiere explicar, siguiendo un orden)

  3. Una Conclusión esclarecedora. (ELOCUTIO: Adornos y figuran que concluyan diciendo lo que hay que decir, como conviene)

¡Si alguien ha estudiado en un seminario, descubrirá que esto es lo que se sigue predicando hoy día para preparar un buen sermón! Seguramente pienses que esto fue algo circunstancial, una casualidad. Pero no debemos perder de vista cómo era la vida de los primeros cristianos tras la resurrección de Jesús: Estos eran en su mayoría analfabetos, no tenía más gracia para dar discursos que la que les otorgaba sobrenaturalmente el Espíritu Santo, por medio del cual podían ser espontáneos, concisos y contundentes a la vez que sencillos… ¡Y por supuesto, la predicación no era un privilegio para uno o dos eruditos de la congregación, sino para todos!

Dice en 1ª de Corintios 14:26 “¿Qué concluimos, hermanos? Que cuando se reúnan, cada uno puede tener un himno, una enseñanza, una revelación, un mensaje en lenguas, o una interpretación. Todo esto debe hacerse para la edificación de la iglesia.”

De modo que cualquiera predicaba, según la gracia que le era dada. Es evidente que esto permitió desarrollar los diferentes ministerios en las iglesias, y que algunos creyentes, con el paso del tiempo, pudieron comprobar una capacidad especial para realizar ciertas funciones, como describe Pablo en su carta a los Efesios 4:11-12 “Él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; y a otros, pastores y maestros, a fin de capacitar al pueblo de Dios para la obra de servicio, para edificar el cuerpo de Cristo.”

Pero esto, nunca en supremacía sobre los demás, ni con privilegios especiales, sino todos miembros por igual, partes de un mismo cuerpo, con diferentes funciones, todas importantes… Pero eso lo trataremos en profundidad en otro momento.

De modo que todos podían predicar, porque el mensaje Cristo-céntrico que imperaba por entonces era sencillo de expresar, e incluía la urgencia del cambio, del arrepentimiento, del establecimiento del reino de Dios… Así debiera seguir siendo hoy.

Pero entonces ¿Cómo se produjo el cambio? ¿Qué paso para que el mensaje espontáneo se transformara en algo tan elaborado y artístico? Pues tendremos que remontarnos a finales del siglo IV de nuestra era, para encontrarnos con uno de los más grandes oradores de todos los tiempos: Juan Crisóstomo, de Antioquía, en Siria (347-404 d.C.)

Pues bien Juan “Boca de Oro”, que es lo que significa el apodo griego “Crisóstomo”, se convirtió al cristianismo con 23 años de edad. A pesar de ello, siguió estudiando bajo el mentoreo de un famoso orador pagano de la época, el romano Libanio, y aprendió de él entre otras cosas la retórica Aristotélica para mejorar la capacidad de disertación. Con el tiempo dejó al filósofo para comenzar sus estudios de teología, pero ya había aprendido mucho de él. Más adelante, fue ordenado sacerdote por el obispo Flaviano I de Antioquía, al que luego sustituiría en el cargo. Su locución erudita y confrontadora, hizo que toda la ciudad de Antioquía acudiera a oír sus “nuevos mensajes”, sus SERMONES, que lógicamente, eran muy parecidos en estilo y forma al que sus conciudadanos estaban acostumbrados a oír de otros oradores no cristianos; a veces los mensajes eran similares incluso en sus contenidos.

La costumbre lugareña de buscar las mañanas de los domingos a Juan “el Boca de Oro” para escuchar sus “disertaciones semanales”, creó escuela, y abrió paso para que se instaurara la tradición cristiana de la predicación dominical por parte de un “erudito”, siempre el mismo hombre, en el mismo lugar, a la misma hora, el mismo día de la semana… todos los domingos. (Evidentemente, el día escogido sí tenía connotaciones bíblicas, pero todo lo demás, especialmente la exclusividad de la exposición bíblica, no). Juan llegó a ser el Obispo de Constantinopla, de la iglesia de Oriente.

Hoy día, un pastor evangélico, protestante, sigue esta rutina marcada por Juan Crisóstomo, originada por alguien ajeno al Cristianismo, como era Aristóteles, y lo asume como una labor exclusivamente pastoral, sin saber que incluso esto último, no tiene una fundada base bíblica, pues no debemos confundir apóstoles con maestros o con pastores, que en ningún caso eran en la iglesia primitiva cargos de poder jerárquico piramidal, sino funciones que los “ancianos” cumplían según los dones que había recibido del Espíritu Santo.

Pero cualquier pastor actual defenderá que uno de sus deberes pastorales es la predicación dominical (junto a otras cosas, claro) asumiendo como propias funciones que son responsabilidad de otros muchos, de los que forman el cuerpo de Cristo, cada uno en su lugar.

¿Por qué digo esto? Porque fue cien años más tarde, a principios del siglo VI, que el papa Gregorio el Grande, escribió un libro sobre “Los Deberes Pastorales” que debían cumplir los sacerdotes (Lo cierto es que hasta entonces, el término pastor había caído en desuso, y resurgió como sinónimo de jerarquía superior, similar a los conocidos “obispo”, “supervisor”…) ¿Cuáles eran esas tareas? Pues, visitar los enfermos, enseñar doctrina, casar a los jóvenes, bautizar a los niños, dirigir y guiar la misa, enterrar a los muertos, bendecir los acontecimientos locales…

La mayoría de esas cosas las sigue haciendo hoy día un pastor evangélico, aunque casi ninguna tiene base bíblica, y si no las hace todas, es porque Lutero modificó esta enseñanza con algunas “reformas” para los sacerdotes protestantes… De modo que el asunto ha evolucionado al punto de que hoy día, algunos pastores le dan más importancia a predicar un buen sermón que a pastorear, que a estar con la gente, que a dar su propia vida por las ovejas, que a cuidar… Y siguen pensando que desde lo alto de un púlpito, se solucionan los problemas de la gente real…

¿Digo que haya malicia por parte de estos pastores? No, al menos no en la mayoría de los casos; simplemente que a veces asumimos cosas como buenas que no lo son, y dejamos que las costumbres sean a veces más influyentes que la propia Palabra de Dios: Craso error. Creo que es tiempo de reflexionar en esto. Siempre es buena hora la de retomar la sana doctrina.

Al que Dios llame a predicar, que lo haga: Pero no “confundamos los ministerios” (las funciones o servicios) por prestar demasiado oído a las corrientes paganas que aún hoy día perduran entre los llamados cristianos, no comparemos el predicar el Evangelio con solo “dar mensajes y sermones acerca de él”, pues lo primero es espíritu, es vida… Lo segundo es letra, letra que mata la vida de la iglesia (2 Corintios 3:6). Volvamos a la sencillez, al Evangelio genuino del arrepentimiento para salvación, el que trae el reino de Dios a la tierra, el que todo nacido de nuevo en Dios tiene capacidad para dar... Y que los verdaderos maestros de la Palabra, puedan hacer su labor edificadora sin estorbos... ¡CREZCAMOS!

¿Qué es un MITO?


Un Mito es una cosa que no tiene una realidad concreta, que puede llegar a ser una fábula, una fantasía. Cuando un mito se confunde con algo real, la verdad se distorsiona. Algo así ha sucedido con el cristianismo actual, del que muchos escapan por el mítico concepto que tienen de él. Aún estamos a tiempo de hablar las verdades, a la luz de las Escrituras, la Palabra fiel y verdadera de Dios.